El cuidado de la barba y el cabello de un romano corría a cargo del tonsor. Se trataba de un asunto al que se concedía suma importancia, hasta el punto de que un hombre con el cabello mal cortado caía en el más espantoso ridículo y era objeto de mofa.
El romano que era lo bastante rico como para tener estos barberos-peluqueros entre el personal de servicio doméstico, se ponía en sus manos cada mañana y después nuevamente a lo largo del día en caso de que fuera necesario. Los que no podían costear los servicios de uno privado, acudían a diversas horas, con la frecuencia precisa, a una de las innumerables barberías o tonstrinae. Muchas de estas tiendas, abiertas desde el amanecer hasta la octava hora (más o menos la una de la tarde), estaban localizadas en las inmediaciones del Circo Máximo. Otra alternativa eran los barberos ambulantes que ofrecían sus servicios en la calle para los clientes más humildes.
Llevar el rostro rasurado distinguía al hombre libre, pero hubo un tiempo en que incluso los esclavos se afeitaban. Para el adolescente, su primera primera visita al tonsor era una especie de rito de iniciación en la edad adulta, y a veces tenía lugar al mismo tiempo que la toma de la toga virilis. La ceremonia, celebrada normalmente al cumplir los 20 años, recibía el nombre de depositio barbae, e iba acompañada de una gran fiesta a la que se invitaba a todos los amigos. En la casa, el joven se sentaba en un taburete rodeado por sus servidores masculinos, le ataban un trapo al cuello y mojaban su rostro con agua. El tonsor lo afeitaba mientras uno de los sirvientes sujetaba un recipiente que contenía telarañas empapadas en aceite y vinagre para aplicar rápidamente a cualquier corte que pudiera producirse. Los pelos de la barba eran colocados en una arqueta especial para la ocasión. Después el tonsor la cerraba y la entregaba al orgulloso padre entre los vítores y aplausos de los invitados.
Las fechas en las que los emperadores y sus parientes llevaban a cabo esta ceremonia, quedaban registradas. Augusto, por ejemplo, la celebró en septiembre del año 39 A. C. La primera barba era consagrada a algún dios o a un antepasado. Los más pobres la guardaban en un cofrecillo de vidrio o cualquier material asequible, pero Nerón utilizó un cofrecillo de oro que ofreció a Júpiter Capitolino. Para celebrar este aniversario de su mayoría de edad, el emperador instituyó las Juvenalia, en honor a Juventas, la diosa de la juventud
Claro que esto no siempre fue así. En tiempos remotos los romanos lucían barbas. Fue en el siglo III A. C. cuando algunos comenzaron a afeitarse, aunque la práctica no se generalizó hasta que Escipión el Africano lo puso de moda a comienzos del siglo II A. C. Más tarde el emperador Adriano volvía a imponer la barba, pues él la llevaba para ocultar las marcas de su cara. En realidad nunca habían desaparecido del todo: solían ser señal distintiva de los filósofos, y también de luto.
La gente que se reunía en la tonstrina a lo largo del día era tan numerosa que estas tiendas eran al mismo tiempo un centro de cotilleo y de información, e incluso para medrar. Los clientes solían quedarse aún un buen rato después de que el tonsor hubiera terminado de atenderlos, simplemente por el placer de la conversación o por alguno de los intereses que allí se movían.
El trabajo estaba tan bien remunerado que frecuentemente encontramos alusiones en las sátiras de Juvenal y los Epigramas de Marcial sobre el barbero que se ha convertido en equeso en rico propietario de tierras. No era un oficio reservado en exclusiva a los hombres; por el contrario, había también tonstrices en el foro. El propio Marcial menciona a una mujer que ejercía el oficio de barbero, aunque no tenía buena reputación.
Las barberías estaban rodeadas de bancos en los que se sentaban los clientes, que a veces se entretenían jugando a los dados. Había espejos en las paredes. En el centro, el taburete en el que se acomodaban para recibir el servicio deseado, con la ropa protegida por un simple paño. El barbero, rodeado por sus asistentes (circitores), cortaba el cabello, o si este no había crecido demasiado desde la última vez, simplemente lo peinaba según la última moda.
En el siglo I A. C. los jóvenes comenzaron a lucir barbas complicadas con curiosas ornamentaciones, y en ocasiones aparecían trenzadas, para escándalo y diversión de los mayores. Para moldear el cabello y conseguir bucles se utilizaba un tubo de metal llamado calmistro, que se calentaba sobre brasas.
Durante el Imperio era el soberano quien imponía la moda, pero, a excepción de Nerón, que gustaba de peinados artísticos, la mayoría no parece haberse complicado mucho la existencia con los cuidados capilares. Augusto nunca concedía más que unos cuantos minutos apresurados a sus tonsores, y, a juzgar por las monedas y bustos, casi todos los demás siguieron su ejemplo. Por tanto, a comienzos del siglo II los romanos se contentaban con un corte de pelo sencillo.
Fue en tiempos de Adriano cuando se puso de moda que los hombres tiñeran de rubio su cabello, a veces para tapar las canas, algo que posteriormente el emperador Cómodo seguiría hasta el extremo. De él se cuenta que espolvoreaba la cabellera con oro molido.
Pero los barberos romanos no se ocupaban solo de barbas y cabellos, sino que también arreglaban las uñas, quitaban las verrugas y la cera de los oídos, depilaban cejas, practicaban masajes capilares y ofrecían servicios de pedicuro. A veces, incluso, el tonsor practicaba extracciones dentales —en un emplazamiento dentro del foro se excavaron más de cien dientes podridos—. Otras funciones eran aplicar tintes, echar perfumes, maquillar las mejillas y cubrir con lunares postizos (splenia lunata) pequeñas marcas de la piel
Los tonsores utilizaban navajas, o bien cuchillos bastante toscos y que afilaban con piedras. Después del afeitado solo se aplicaba agua, servida en aguamaniles de plata. Había multitud de demandas judiciales contra los barberos a causa de accidentes causados en el ejercicio de su profesión. Marcial recuerda a los transeúntes el peligro que un tensor puede entrañar:
“Aquel que aún no quiera descender al mundo de los muertos, que evite al barbero Antíoco, si es inteligente… Estas cicatrices que podéis contar en mi barbilla, tantas como se ven en la cara de un púgil, no se produjeron boxeando, ni tampoco por las uñas de una esposa enfurecida, sino por la navaja y la mano asesina de Antíoco. La cabra es el único animal sensato: al conservar su barba, consigue vivir escapando a Antíoco”.
Por esta razón muchos romanos preferían utilizar cremas depilatorias, o a veces pinzas, pero esto se consideraba afeminado.
Un asunto que preocupaba mucho a los romanos era la detestada calvicie, que percibían como un drama tremendo. Trataban de disimularla por todos los medios a su alcance con tintes oscuros o cruzándose el cabello de un lado a otro para tapar la calva central, creando con la filigrana peinados imposibles, como nos describe despiadadamente Marcial:
“Recoges tus escasos cabellos de aquí y de allí, Marino, y cubres el extenso campo de tu nítida calva con los pelos de tus sienes, pero, agitados por el viento, se levantan y vuelven y ciñen la cabeza desnuda con grandes rizos… Sería más sencillo que te confesaras viejo que aparecer así. No hay nada más feo que un calvo con pelo.”